martes, 2 de octubre de 2012

BLANCANIEVES Y OLÉ

La derecha y sus voceros acuñaron en su día un término despectivo para (des)calificar a los artistas – así, en genérico, aunque los del cine y el teatro fueran sus objetivos- que salían a la calle en manifestaciones varias, poniendo su cara famosa a la reivindicaciones. Titiriteros, les llamaron.

Cuando todo el país es una manifestación, cuando la reivindicación ya no es grito sino imperiosa necesidad a la que el poder responde con la cachiporra y el desprecio (verbigracia, Rajoy en N.Y.: “Doy las gracias a todos los españoles que en lugar de manifestarse están trabajando”. El que puede, claro, se le olvidó añadir), los escasos momentos en los que podemos abstraernos del ruido y la zozobra vienen de la mano de la cultura. Como siempre.

Sí, los libros, el teatro, el cine, la música…los toros, son el refugio único y necesario, la Arcadia feliz y momentánea, donde la vida adquiere otro sentido, lejos de (tantos) fantasmas de la realidad.

La película “Blancanieves” sería un ejemplo. En ella, esos titiriteros, convierten el cuento de los Hermanos Grimm en un mosaico de emociones sin trampa, en caleidoscopio de una España que, por real, parece fábula.

Ambientada en los años 20, la madrasta de la “Blancanieves” perversamente perversa del director bilbaíno Pablo Berger, pretende, con sus malas artes, sus mezquinas maldades, acabar con algunas de esas cosas hermosas que, de vez en cuando, nos regala la vida. Algo, como verán, no muy alejado de lo que la (mala) política y la (mala) economía no sólo se proponen sino que consiguen.

En blanco y negro ¿acaso hay otra paleta de colores para contar la realidad?, con el único sonido de una banda sonora esplendorosa, en la que la guitarra de “Chicuelo” subraya con sutileza y la voz de Silvia Pérez Cruz aporta matices de alegría y llanto, por la película desfila una España que, ochenta años después de la que se cuenta en el relato, aparece ante nosotros reflejada en el espejo que, por deformante, nos devuelve imágenes aún hoy presentes.


Y, en España, ya saben, hay toros, que se crían en las dehesas, se corren por las calles, se lidian en las plazas. La niña del relato, una criatura de enormes ojos que se comen la pantalla y el mundo, arrancada a su padre -torero postrado por un toro traidor- y en manos de una madrastra subyugante y perversa, acaba, ya adolescente, rescatada de la muerte por una cuadrilla de enanos toreros hasta, que vestida de luces, indulta al toro del destino y sucumbe a una manzana envenenada.

Más allá de dobles o triples lecturas que algunos se han apresurado a hacer, “Blancanieves” es un prodigioso ejercicio de estilo envuelto en orfebrería con quilates de talento, sentido y sensibilidad a espuertas y en la que, además, todo aquello que tiene que ver con el toreo (y es mucho) se trata con una solidez de concepto, sin fisuras ni deslices, como pocas veces se ha visto en pantalla.

Sí, los titiriteros del cine español, esos de los que tanto se mofan Ussía y los de su cuerda, esos a los que se les echan en cara recortadas subvenciones ( que no las haya para el toreo no debería implicar, como insisten muchos de los nuestros , la negación del esfuerzo, el talento y la capacidad de directores, guionistas, actores, actrices, técnicos…) han vuelto a dejarles retratados en su demagogia y con el culo al aire y olé.
P.M.


Trailer de la película "Blancanieves"
de Pablo Berger

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